Frescura

Frescura
Pero el ruido del mar no se comprende, / se desploma continuamente, insiste / una y otra vez, con un cansancio / con una voz borrosa y desganada.... [Circe Maia, 1932]

viernes

Moraleja: [espacio vacio]

-Quizás usted nunca haya tratado un caso exactamente igual al nuestro.. No digo que no sea un experto en cuando a.... lo que respecta a.... lo suyo, usted sabe. Pero mi humilde entender me dice que en todo esto, Doctor, y disculpe que lo diga mal y pronto: hay gato encerrado. Pero qué gato, leopardo, puma, puma de bengala, el bicho que quiera, mire lo que le digo. Mi hermano que es un apasionado por los deportes de mesa -damas, backgammon, ludo matic y memotés- diría que esto es algo así como un yo-yó descalibrado. Sí, Doc, créame que esta historia sorprende hasta a sus propios protagonistas. Es colosal y con esto no me refiero que yo le pongo sal y pimienta para hacerme el exótico. La naturaleza del asunto es de por sí... jodida, retorcida, chiflada. Como mi tía Genoveba. ¡No se imagina el carácter de esa mujer! Un torbellino de reproches y quejas diluidas en plegarias a Santa Rita, Gilda y el Gauchito Gil. Unos agudos filosos y una mirada lacerante. Nunca una caricia, un gesto de ternura para con sus sobrinos. Sus visitas era inspecciones meticulosas. Controles obsesivos. Qué las tazas de la alacena están llenas de polvo, que la manteca en la heladera huele a rancio... Delen de comer al canario, cámbienle el agua a los peces. Una mujer que no conocía el modo indicativo ni el subjuntivo. Todo era imperativo, doctor. ¿Sabe lo que es eso? Cuando se vino a vivir con nosotros fue el apocalipsis. Todo se desmoronaba. Los perros del barrio que venían al mediodía a buscar los restos del almuerzo no vinieron más. Las flores en los canteros del patio se marchitaron. Hasta las babosas y las gatas peludas -y esto se lo juro por mi mamita querida- que inundaban el zaguán en verano desaparecieron. Nunca más un gorrioncito en la ventana, una mariposa revoloteándole al limonero.. La muerte, Doc. La muerte. Por eso entrar a la colimba fue un alivio. Ahí sí que me sentí querido, respetado... Las reglas tenían estabilidad y las ordenes no eran ambiguas. Porque mi problema no era la obediencia. No, no, no. Yo era muy obediente. Lo que pasaba era que la tía Genoveba nos confundía. Nos pedía algo y luego nos pedía lo contrario. Creo que lo hacía  a propósito. Disfrutaba retarnos y ver nuestras caritas llenas de miedo y confusión. Porque le juro que no eramos malos. Niños traviesos, aventureros, pícaros, si quiere. Pero buenazos, Doc. Juan, mi hermano mayor, un día se cansó y se fue. Se fue. Como quien escupe en una alcantarilla y su escupitajo desaparece en la olorosa oscuridad. Así desapareció Juan. De un día para el otro. Sin dar un mísero portazo. Unito como para que yo y mis hermanos más chicos nos enteremos de su partida. Pero bue, usted sabe como son estas cosas... A veces las personas despistamos, somos mezquinos con las pistas, ¿me entiende? No se si es que nos queremos hacer los enigmáticos o que luchamos para ser elocuentes pero fracasamos dolorosamente. Puede ser, ¿no? A propósito de eso, creo que no estoy llendo al grano. Si es que hay un solo grano. Disculpe si suena denso, Doctor, pero mi caso es un granero. Sí, esta plagado de granos. Algunos más llenos de pus que otros. Disculpe de nuevo, sé que suena medio asqueroso. No es una bella imagen. Pero por un minuto viaje a mi adolescencia. Qué complejo el tema de los granos. Es una claro ejemplo de como a uno a esa edad no lo dejan explotar. Me entiende, ¿no? Te reprimen tanto que ni hasta los granitos te dejan sacar para afuera. Así es como los jóvenes de hoy tienen tanto veneno adentro. Hay que dejar salir todo lo malo. ¿No, Doc? Fiush, fiush. Así dicen.


(Continuará...)

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