Frescura

Frescura
Pero el ruido del mar no se comprende, / se desploma continuamente, insiste / una y otra vez, con un cansancio / con una voz borrosa y desganada.... [Circe Maia, 1932]

jueves


Ayer mi abuelo me contó que su viejo se escapaba de la facultad para ir a escuchar a Alfredo Palacios. Me lo dijo así nomás, en voz bajita para no despertar a nadie, y con total naturalidad como quien comenta el clima, algún chimento de la farándula o un sueño. Resulta que pasé todo el fin de semana en su casa en Campana y si bien con él siempre tengo tema de conversación, los tres días que me quedé a dormir, no habíamos hablado de nada muy importante. La revelación fue el Domingo a la mañana. Los dos madrugamos y nos encontramos en la escalera, y mientras bajábamos bostezando, soltó la historia como si le hubiesen pinchado la memoria. Seguimos bajando en silencio.
Termo cargado, cigarrillos, todavía en pijama, nos sentamos en la puerta de la cocina que da al patio, en el escaloncito de mármol más frío de toda la casa. Había un fresco lindo dando vueltas por las baldosas, necesario para despertar de una vez por todas al sueño que seguía haciendo fiaca en el cuerpo de los dos. Mientras le pasaba el mate dulce, como a él le gusta , pensé que escapase es una gran acto de valentía. Quizás, lo cobarde es permanecer.
Al intuir mi fascinación ante lo revelado, mi abuelo también me contó que su primo estuvo preso de joven por escribir teatro, pero que aún preso, vivía escapando. Chupé la bombilla, que estaba medio tapada, y  antes que pueda preguntarle nada, me aclaró: “mentalmente, claro.” Mientras espolvoreaba el azúcar, le dije de modo confuso pero resuelto, que así, estar puede vivirse escapando. “En  estado de fuga“, me corrigió asintiendo. Hice silencio y me concentré en volcar la  dosis justa de azúcar para que el mate vuelva a tener el mismo sabor que el primero  de la ronda, que tanto me había festejado mi abuelo.
Como si hubiese presenciado una epifanía dije en voz alta: “O sea que no hace falta irse para escaparse. Pensado, simplemente, se puede perforar muros“. Mi abuelo colgó la mirada en una maceta  rota llena de yuyos. Siempre hace lo mismo cuando se hunde en sus pensamientos,  cuelga la mirada. Pero cuando amagó a contestar, lo interrumpí con un ¡ay! producto de la feroz mordida de Josefina, la tortuga, en mi dedo gordo del pie. Es curioso, Josefina  técnicamente podría clasificarse como una tortuga “de cemento”, porque el patio de la  casa de mis abuelos nunca tuvo pasto y desde chiquita -no sé cual es el equivalente de cachorra para tortuga- caminó sobre un piso áspero y duro, de cemento alisado. "¡Buen día, gorda!  ¿Vos también madrugaste?", mi abuelo le a habla sus tortugas. Yo también les hablo, pero la diferencia es que él recibe respuesta.
Rápido cebé otro mate y se lo pasé, intentando remendar el clima. Quería seguir hablando. Empujando a Josefina con la mano, mi abuelo achinó la mirada y deslizó un: “Claro, Julita, y no hace falta estar preso para darse cuenta.” Aproveché que estiraba su turno y se calentaba las manos con el mate para prenderme un pucho. Tenía razón el abu, y que bien se sentía escuchar su voz a la mañana. El patio vacio ofrecía una  acústica perfecta, sus palabras sonaban límpias y frescas. “No hace falta estar preso,  para sentirse preso”, pensé en voz alta y solté el humo. Subió las cejas y bajo los  párpado al mismo tiempo y me dijo que sí, pero que el asunto no es tan obvio como  parece. Seguido, me sacó el cigarrillo de la mano con confianza y antes de pitar enunció: “Saltar cada tanto por la ventana es un buen ejercicio. Solo que hay veces que  la gente no quiere hacerle frente al miedo del marco, su filo y la potencial cicatriz.”
Ya eran como las once y media, y Josefina y las otras tortugas tenían hambre y comenzaban a aparecer de entre la jungla oscura de macetas. Querían que les arrancásemos las rosa-chinas dulces que tiene mi abuela en la terraza, donde ellas no tienen acceso. No les gusta los pétalos de malvón, ni de geranio, ni mucho menos los  helechos de las paredes. Estaba por levantarme cuando mi abuelo me dijo: “Que sientan el hambre un rato más. Después van a comer mejor.” Yo me quedé quieta y me distraje con un panadero. No hablamos más hasta el almuerzo. Seguimos tomando el  mate, lavado y sin azúcar, en silencio, compartiendo los cigarrillos y mirando a las tortugas tener hambre.

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